Adolfo Schlosser (1939-2004) nació en Austria y con 27 años vino a España y decidió instalarse aquí. Creció en el ambiente familiar de un taller de cerámica levantado junto a un bosque. Forjó su espíritu natural en Islandia. Y finalmente encontró ‘su sitio’ en la sierra pobre de Madrid. De sus paseos entre bosques y montañas, de los “objetos encontrados” en sus caminatas extraía material e inspiración para su obra. Veía que el auténtico material artístico estaba en lo primario de la naturaleza. Desde aquí recordamos y reivindicamos su figura como otro pionero de los ‘artistas que piensan en verde’.
En esta serie mensual de Signus Ecovalor en la que vamos repasando artistas con espíritu verde –y que cumple ya 55 entregas–, vamos alternando nombres y proyectos actuales, como Alejandro Durán, Joan Jonas, herman de vries y Susana Sanromán, con otros clásicos, pioneros de un arte de reciclaje y de comunión con la naturaleza como Kurt Schwitters, Eva Hesse y Mario Merz.
Hoy nos quedamos en este último grupo para hablar de Adolfo Schlosser, que, aunque nació en Austria, con 27 años se instaló en España, y aquí, desde la sierra de Madrid, realizó un extraordinario trabajo artístico en torno a la naturaleza, que sigue siendo poco conocido. Schlosser nació en Leitersdorf en 1939 y murió en Bustarviejo en diciembre de 2004.
Pasión por la naturaleza
La guía de su trayectoria artística fue su pasión por la naturaleza, a la que, como otros grandes artistas, como herman de vries o Richard Long, reconocía como su gran maestra e inspiradora.
Todo tiene su origen, y en la mayoría de los artistas hemos de buscar raíces a muchas de sus obsesiones y paradigmas, en la infancia. En el caso de Schlosser, poco antes de nacer, su padre, que tenía un taller de ceramista, para evitar conflictos con los vecinos del pueblo debido al hollín que despedía la chimenea, levantó una nueva vivienda-taller fuera del casco urbano, en la proximidad de un bosque. Y fue allí, en ese entorno natural, donde creció el futuro artista, donde se fue inspirando y aprendiendo técnicas y procesos. Y de allí, junto al bosque, saldrían sus primeros trabajos con maderas y piedras del campo, más el hollín del taller familiar; una mezcla que caracterizaría buena parte de su producción artística.
Aparte de esa experiencia natural, un viaje terminaría marcando su conexión con la naturaleza: con 19 años viajó a Islandia, uno de los mejores destinos en el mundo, sin duda, para descubrir el poder y la belleza de la naturaleza. Allí se quedó cuatro años.
Con 27 años, decidió abandonar su país, Austria, junto a su amiga, la también artista Eva Lootz. Ambos tomaron como destino España y ambos se quedaron ya con nosotros para dar forma a dos florecientes y muy interesantes carreras artísticas. A Eva Lootz le haremos un sitio en esta sección más adelante.
En un principio, en los años 60, Schlosser se instaló en Madrid, en la zona de las Salesas, y acudía a menudo al Café Gijón a escribir, otra de sus pasiones.
Ramas, plantas, piedras, pieles, barro…
Como hacía cuando vivía en el bosque austriaco, Schlosser trabaja con maderas encontradas en los alrededores de Madrid y en la ribera del Manzanares. Tras casarse, el matrimonio decide trasladarse a Bustarviejo, un pequeño pueblo en la Sierra Norte de Madrid, siempre atendiendo a ese afán suyo de conexión con la naturaleza. Algo que en los 70, años de desarrollismo, de apuesta por el coche y la ciudad, casi de exaltación de la contaminación urbana, suponía vivir claramente contracorriente. La idea inicial de tener una casa de fin de semana se convierte en residencia permanente en Bustarviejo. Y sigue incorporando a su obra aquellos materiales de su infancia y adolescencia: ramas, plantas, piedras, pieles, barro… Construye así una de las poéticas más singulares del panorama artístico español de los años setenta.
Ya en los 80, en 1987, el Museo Nacional Centro de Arte de Reina Sofía le incluye en la exposición colectiva Naturalezas españolas, dando así relevancia y aval a este artista, que a partir de entonces pasa a engrosar muchas colecciones públicas. En la actualidad, el Museo Patio Herrerano de Valladolid posee el mayor número de obras del artista. En los 90, muestras suyas en la Galería Helga de Alvear, en el Institut Valencia d´Art Modern (IVAM) y en el Centro Galego de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela consolidan su nombre. Pero la fecha definitiva le llega dos años después de fallecer, en 2006, con la gran retrospectiva que le monta el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Del catálogo de esa antológica, extraemos esta descripción de su trabajo:
“Tras unas primeras incursiones en el lenguaje geométrico, Schlosser presenta un vocabulario propio con una honda relación con la naturaleza. Lo más destacado de esta época será la recuperación de la escultura como forma principal de expresión. Su creciente interés por el espacio y la tensión le lleva a experimentar con materiales como el plástico o metacrilato y la cuerda o la goma elástica. Pero en los años siguientes evoluciona hacia formas y materiales muy diferentes, comienza a experimentar con materiales orgánicos extraídos directamente de la naturaleza. Con ellos construye una obra sencilla, directa, frágil y contundente en la que la dicotomía naturaleza/cultura toma forma en un juego de tensiones”.
Figuras donde hay sólo azar
El arquitecto y pintor Juan Navarro Baldeweg, que conoció bien a Schlosser, se refería a él a propósito de esa exposición en el Reina Sofía con estas palabras: “Un artista silencioso que nos enseñó a ver figuras donde hay sólo azar; esa es la sensación que tenemos al recorrer los 66 dibujos, instalaciones, fotografías, video y sobre todo las más de cien esculturas en las que reconocemos formas vistas en la naturaleza; esto es porque el artista las ha capturado y nos las ha traído con una particular visión”.
En 1991 recibe el Premio Nacional de Artes Plásticas, reconociéndose así el importante papel desarrollado con su obra dentro del panorama escultórico español. Schlosser tiene instaladas obras suyas en diversos espacios públicos repartidos por toda España, como el Palacio de la Magdalena y la Estación de ferrocarril (Santander) y el campus de la Universidad Politécnica de Valencia. Su obra se encuentra en colecciones como el Reina Sofía, el MACBA de Barcelona, el CAC de Sevilla y el CGAC de Santiago de Compostela.
La última vez que tuve la oportunidad de contemplar y admirar su obra, de sencilla y profunda naturalidad, fue en una exposición organizada en 2014 en la galería madrileña Elvira González. A propósito de ella, el crítico Javier Maderuelo publicaba una reseña en El País en la que decía cosas como estas:“Ciertamente Schlosser no fue un científico, sino más bien un poeta, pero había en su mirada un interés por la abstracción geométrica que le indujo a buscar en la naturaleza la simetría, la progresión, el equilibrio, la secuencia; es decir, a contemplar con mirada analítica los fenómenos más inmediatos de una experiencia vital con el medio físico que comenzó trabajando en un barco ballenero en los mares de Islandia y concluyó explorando la sierra pobre de Madrid, en Bustarviejo. En sus paseos por el campo recogía ramas, piedras, cera, paja, cortezas, piñas, pieles o barro, ‘objetos encontrados’ con los que construía formas cuadradas, círculos, espirales, líneas sinuosas, superficies alabeadas y redes tridimensionales, formas primarias que responden a secuencias con las que hace evidente la armonía geométrica. Schlosser tuvo ocasión de transmitir, en la desabrida España de los años setenta, la mirada sobre la naturaleza en unos momentos de tanta euforia como desorientación”.
Regreso a los elementos naturales
Y yo escribí en la revista El Asombrario (permitidme que me reproduzca) esto: “De Adolfo Schlosser, de cuya antológica en el Museo Reina Sofía en 2006 aún recuerdo el impacto que me causó por su compromiso con lo que nos rodea y es todo y nos hace todos, podemos admirar 17 maravillas construidas a partir de ramas de abedul y piel de cabra, y, sobre todo, de piedras, cera de abejas y resinas, y, delicadas y frágiles hasta lo emocionante, algas y ramas de palmeras convertidas en esculturas. De él, que era hijo de ceramista, escribió el crítico de arte Francisco Calvo Serraller: ‘Un peregrino artístico que marcha a su aire y se refugia siempre en lugares agrestes, cuevas, cabañas… Es en la cabaña-taller donde Schlosser encuentra la forma de relacionarse con la naturaleza, de concentrarse en ella a través de ella’. ‘Creo que tenía una relación espiritual y donde veía que estaban los auténticos materiales del arte, con un sentido ecológico y económico, que eran las extensiones del artista, un regreso a los elementos naturales y a lo primario de la naturaleza”.