Cada vez que vamos al supermercado nos llevamos un susto. ¿Tomates a 5 euros el kilo? Y encima no saben a nada. Si tuviéramos una huerta, tendríamos gratis todos los tomates, calabacines, pimientos y lechugas que quisiéramos, de calidad extraordinaria, sin químicas ni cosas raras, puro kilómetro cero. ¿Verdad que sí?
Pues va a ser que no. Tener una huerta da muchas alegrías, pero para ahorrar dinero en comida no sirve. Eso sí, nos va a permitir comer mejor y de más calidad, sobre todo fruta y verdura fresca. Reduciremos el consumo de productos precocinados y ultraprocesados, toda esa comida basura que tanto nos enferma. En definitiva, viviremos mejor.
Aunque también estaremos más ocupados. Como siempre dice con una sonrisa Manolo Cruz, mientras te ofrece una zanahoria que acaba de arrancar de su huerta en La Asomada, cerca de Puerto del Rosario (Fuerteventura), “valora tu tiempo y las cosas que son para ti más importantes”.
Hobby más que negocio
“A mí no me salen las cuentas”, reconoce Antonio Palomar. Vive en Cembranos, un pequeño pueblo de apenas 1000 habitantes cercano a la capital leonesa. Contabilizando el precio de comprar las plantas, riego, mantenimiento y todo el tiempo que le dedica a ese pequeño terreno junto a su casa, la magra cosecha anual no cubre los costes. “Mi huerta es deficitaria”, reconoce. “Aunque solo por la calidad de los tomates que consigo ya merece la pena todo el esfuerzo”.
Leobino Nistal es un caso aparte. Está jubilado. Y todos los días le dedica unas horas a un terreno en la calle un poco de nadie y de todos donde se enseñorean las matas de tomate. Y donde los calabacines son tan grandes que provocarían la envidia del Rey de Bastos de la famosa baraja española.
“Le da la vida”, reconocen sus hijos. Esa afición huertana es para él todo un pacto de salud. Se entretiene, hace ejercicio, ocupa la mente, respira aire puro, y a cambio se lleva a casa ricas verduras y hortalizas. Pero no las vende, claro.
Ahí entra la segunda complicación de tener huerta. O apenas te da para unas ensaladas veraniegas, como le ocurre a Antonio, o llenas el garaje de productos perecederos a los que hay que dar una salida rápida, como le ocurre a Leobino. Y a Sara, su mujer, que capitanea el nada sencillo trabajo de dar salida al excedente (cuando lo hay) de esos ricos manjares, hacer salsas, mermeladas, pistos, asadillos, encurtidos, … Paralelamente el matrimonio se convierte en proveedor oficial de comida saludable para la familia y amigos. Mucho trabajo, es verdad, aunque bien pagado si se tiene en cuenta la gran satisfacción que supone comer tu propia verdura recién cortada.
Pero ahorrar, lo que se dice ahorrar, no se ahorra nada, admite Leobino. También él, como cualquiera de nosotros, al final tiene que pasarse todas las semanas por el supermercado para hacer acopio de lo que la tierra no da. Y allí los precios no paran de crecer.
Inflación por las nubes
De acuerdo con un reciente informe del Banco de España, la comida supone el 25% del gasto que afrontan todos los meses las familias, una cuarta parte de sus ingresos. No ocurre igual en otros países. Somos una de las grandes economías de la zona euro más expuestas a la inflación de los alimentos, por encima de Alemania, Francia e Italia, donde los sueldos son más altos y por lo tanto los bolsillos notan menos la subida.
Aquí, esa compra “de primera necesidad” cada vez es más cara. La inflación se ha disparado y, por poner un ejemplo, en febrero pasado los alimentos se vendieron en España un 16,6% más caros que en el mismo mes del año anterior. Y eso a pesar de la rebaja del IVA acordada para los productos básicos.
Cada día cuesta más llenar el carro de la compra, especialmente en plena temporada de frutas y verduras de verano, que es en teoría cuando mayor es la producción pero los precios no dan tregua. El coste de tomates, calabacines, alubias verdes, pimientos, lechugas o melocotones alcanza cifras impensables hace unos pocos años. Y lo que es peor, según los expertos, estos precios tan altos vienen para quedarse.
Salvo que tengas una huerta, claro. O compres directamente a los pequeños productores en los mercados callejeros.
Mercados de proximidad
En Valencia saben mucho de huertas. O más bien sabían, porque ese gran cinturón productivo de excelencias culinarias lleva décadas en crisis, arrollado por un desarrollo urbanístico que prima el hormigón sobre las alcachofas. Pero algo está cambiando. Barrios como el de Benimaclet, Castellar-l’Oliveral, Pla del Remei o Malilla cuentan desde hace poco con mercados de productores locales al aire libre. Una vez por semana es posible comprar en ellos productos de la huerta valenciana directamente a los agricultores, de quien acabas conociendo sus nombres y dónde tienen las tierras.
¿Sale más barato? Sin intermediarios ni grandes cadenas de supermercados de por medio, los precios son más asequibles, pero la diferencia no es mucha. Eso sí, gracias a la venta directa el productor recibe un precio justo por su trabajo, algo que muchos consumidores concienciados consideran igualmente importante. También se valora que este sistema de venta tradicional reduce al mínimo el uso de plásticos, pues todo se vende a granel. Y muchos llevan sus propias bolsas y carritos de la compra, logrando con ello una sostenibilidad máxima a la vez que apoyan un comercio equitativo y ecorresponsable.
Hace ya décadas que al tradicional “mercado de los carros” de Burgos no acuden carros de venta ambulante, pero mantiene el nombre e incluso el apellido de los comerciantes, aunque ahora sean los hijos y nietos de los vendedores de cerezas del Valle de las Caderechas, nueces del Rudrón, tomates de Melgar, alubias rojas de Ibeas, pimientos de Tobera o lechugas de Medina de Pomar.
La misma escena se repite dos días por semana en el mercado de la Plaza Mayor de León, solo que aquí la tradición se remonta al siglo X y está considerado uno de los más antiguos de Europa. A él acude todos los sábados Antonio Palomar para hacer la compra semanal, sabedor de que su huerta no puede competir ni de lejos con la gran variedad de verduras, hortalizas, frutas, legumbres, quesos, miel, embutidos e incluso bacalao del amplio espacio porticado leonés. Le acompañan sus dos hijos, Adrián y Ana, de 11 y 12 años, en una sabia estrategia del progenitor por inculcarles rutinas saludables de consumo. “Así saben de dónde viene lo que comemos y nos sale bastante más barato que comprarlo en el supermercado”, acepta sin tapujos. ¿Mucho más barato? ¿Cómo para reducir el impacto de la inflación de precios? “No lo creo. Lo que te ahorras por un lado al final te lo gastas por otro”.
Grupos de consumo, la otra alternativa
“Es más por militancia”, admite Agustina del Río, una madrileña del barrio de Carabanchel que todas las semanas recoge con ilusión su caja de verduras ecológicas de proximidad procedentes de pequeños productores locales. A pesar de que el precio es semejante al del supermercado o incluso algo mayor, ella lo considera ventajoso dada la alta calidad de lo adquirido, infinitamente mejor que lo ofrecido por una gran superficie.
“Sabemos quién y cómo produce lo que nos comemos y eso es muy importante”, explica con determinación. Son personas que, como Agustina, valoran por encima de todo el alto valor añadido de los productos de cercanía, “aunque luego no tengas muy claro qué plato preparar con esa calabaza o los colinabos que te vienen en la caja”, confiesa. Pero gracias a Internet y al consejo de los amigos, en pocas horas esos colinabos también terminarán enriqueciendo la dieta familiar. “Sin duda ahora comemos mejor que antes y no nos sale más caro”, sentencia.