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Pablo Milicua, el ‘alquimista’ que busca la magia y misterio de los objetos desechados

Pablo Milicua es todo un experto en dar nueva vida a objetos que cayeron en desuso, y nos llama la atención que una de sus piezas más queridas e icónicas, todo un altar de objetos recuperados, su ‘Petit Milicua Museum’, se ve coronada por un neumático. Por eso le traemos hoy aquí, a este espacio de SIGNUS lleno de creatividad.

En esta búsqueda incansable de artistas que conecten con nuestro espíritu reciclador, de reinventar nuestra economía para moldearla hacia lo circular, de cuidar todo lo que nos rodea y no ir por la vida y por el mundo arrollando y arrasando con soberbia de humanos, recalamos hoy en el taller de todo un alquimista, el bilbaíno Pablo Milicua. Tras vivir en Vitoria y Barcelona, está instalado (un decir lo de ‘instalado’ para una mente tan desbocada y transitoria como la suya) desde 2011 en el barrio madrileño de La Elipa, cerca del cementerio de La Almudena (no puede ser más metafórico).

Pablo Milicua es todo un experto en dar nueva vida a objetos que cayeron en desuso, y nos llama la atención que una de sus piezas más queridas e icónicas, todo un altar de objetos recuperados, su ‘Petit Milicua Museum’, se ve coronada por un neumático. Por eso le traemos hoy aquí, a este espacio de SIGNUS lleno de creatividad.

No hay que perder además de vista ni de oído el elaborado discurso de este artista, de reconocida trayectoria en nuestro país.

Atención a cómo habla de transmutación, más allá del reciclaje.

Así comenzó nuestro diálogo en una buena mañana de otoño madrileño.

Pablo, tu obra y tu trayectoria artística están muy ligadas a los conceptos de reciclaje y construcción/destrucción, ¿de dónde te sale esta actitud ante la vida y el arte?

A mí me gusta más la idea de transmutación que la de reciclaje. Una idea de la alquimia, convertir la basura en oro. Hacer surgir el misterio y la maravilla de cosas convencionales, banales. Buscar en ellas el humor, revelar la locura oculta en el lugar común. Y también el valor de joya, la belleza del material desechado y olvidado. Supongo que esta actitud surge de una fascinación por las cosas más allá de su valor de uso, una especie de fetichismo. Tal vez sea la búsqueda de objetos e imágenes que aporten una cierta alegría, que ayuden a sobrevivir, que den sentido a la existencia.

Comenzaste con el dibujo, el cómic, luego la pintura, luego las esculturas de acumulación, y en los últimos años has vuelto a la pintura y lo bidimensional a través de los collages, ¿por qué estos viajes de ida y vuelta, o más bien este bucle o trayectoria circular?

No tengo una hoja de ruta, ni un proyecto que determine la obra, así que voy bastante a la deriva. Hay en todo una especie de voluntad narrativa, me gusta contar historias. También me gusta juntar cosas distintas, objetos o imágenes, para hacer cosas nuevas. Esto implica desde hacer collages pictóricos a juntar mis obras con las de otros artistas afines para montar una exposición. Pero es importante para mí sentirme libre, hacer lo que me da la gana. Y transmitir a la gente una cierta excitación, que lo que vean les resulte divertido, interesante, curioso, raro. Odio el arte serio y la cultura de bachillerato. No me gusta el arte pretencioso. El arte pretencioso es el verdadero kitsch.

Su taller, en el sótano de una de esas casas de gente obrera de un barrio muy popular de Madrid, está repleto de cientos de piezas de todas sus etapas artísticas, de creatividad no retenida, de originalidad, de ocurrencias muy reflexionadas. Todo un taller de, como decíamos al principio, un alquimista. “Sí, me gusta esa idea de la transmutación de las cosas convencionales, de buscarles su lado loco y delirante”.

Y ahí está ese neumático provocador que corona esa cámara acorazada del arte, el ‘Petit Milicua Museum’ en el que ha juntado desde figuritas de cerámica de dragones hasta tortugas Ninja y reproducciones del Angelus de Millet (que tantos salones y dormitorios de nuestro país decoraron en los años setenta) y del faro-torre de Hércules, en A Coruña, uno de los iconos más consagrados del souvenir patrio. “La idea me surgió porque comprobé que en muchas infraviviendas, en muchas chabolas, colocan neumáticos para dar peso a la estructura de tejado, a las chapas, para que no salgan volando por el viento”. Su taller es toda una apoteosis de reencarnaciones y nuevas vidas.

Aparte del reciclaje, de dar nueva vida a los objetos, de revivirlos, de esa labor alquimista a la que te referías, veo también mucha diosa, mucho ritual de fertilidad y nueva vida en tu obra. Forma y fondo, materiales y concepto, van de la mano en ese sentido de revivificar.

La vida, la resurrección, la fertilidad, la abundancia, la naturaleza. El ser humano, más allá de una explotación agropecuaria de la naturaleza, ha de convertirse en jardinero del mundo. Ya no se trata de la conservación del medioambiente o de la sostenibilidad ecológico-económica, es una utopía paradisíaca que puede funcionar como actitud operativa: plantar árboles, ayudar a la naturaleza a regenerarse. Pero también, y sobre todo en lo personal, crear un mundo, un entorno personalizado. Vuelvo aquí a mencionar a los artistas jardineros del arte bruto creando sus entornos personales, abriendo un espacio a otra realidad.

¿Podemos interpretar en tu trabajo por acumulación reflexiones en torno a la fragilidad de la naturaleza y del planeta frente a esta sociedad de la saturación y el sobreconsumo?

Sí, por supuesto, aunque son elementos subyacentes, implícitos. Como ya he dicho, no me interesa hacer un arte didáctico, yo no ando predicando por ahí. Por otra parte, aunque nuestro mundo sea frágil, creo que podemos morir todos llevándonos la mayor parte de las especies animales por delante y dentro de unos cuantos  millones de años habrá una civilización de cucarachas o de ratas dominando la Tierra. La enorme cantidad de basura que producimos es abrumadora y a la vez fascinante. La producción incesante de objetos inútiles e insensatos, subproductos kitsch, souvenirs y figuritas de cerámica en cantidades industriales son un disparate demencial, pero es también síntoma de una necesidad simbólica que nos lleva a la necesidad del arte. El ser humano necesita fetiches para crear su mundo.

Pablo Milicua nació en 1960 en Bilbao. Creció rodeado de pinturas antiguas y libros de arte. Su abuelo Florencio era anticuario y su tío José, historiador de arte. Con 13 años, mirando las ilustraciones de un libro sobre El Bosco, oyó por la radio la noticia de la muerte de Pablo Picasso. En ese momento, ha contado él mismo, decidió hacerse artista.

Terminamos esta nueva entrega de ‘artistas que miran en verde’ con unos versos-principios (que para él nunca existen los finales, quizá tampoco los principios) recogidos en su libro/catálogo ‘Souvenirs emocionales’:

“Objetos del pensamiento.

Una obra es un souvenir arrancado de las fronteras del pensamiento.

Una prueba y un enigma.

(…)

Amaso con mis manos los sueños.

Mi territorio mental.

(…)

Bienvenidos a Milikualeku!

Encantadoras de serpientes y mutantes del paraíso.

Convención de alquimistas.

La basura es oro”.

 

Pues sí, la basura es oro.

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