La deforestación avanza a ritmo endiablado. Según WWF, en apenas 13 años ha sido responsable de la desaparición de 43 millones de hectáreas en todo el mundo, una superficie equivalente a la de California.
En una desigual lucha contra la rápida desaparición de los bosques, no dejan de surgir espectaculares proyectos para plantar árboles e incluso tratar de detener el acelerado avance del desierto y reverdecer tan resecas tierras.
Pero surge la duda. Parece complicado poder reforestar el desierto en plena emergencia climática, en una época donde las temperaturas no paran de subir, los suelos están más empobrecidos y las lluvias son cada vez más escasas.
¿No serán proyectos condenados al fracaso? ¿A dilapidar inútilmente millones de euros o, a lo sumo, caras herramientas de greenwashing promovidas por Estados y grandes empresas en un intento por ocultar un inminente desastre planetario?
Para responder a tan incómodas preguntas, en primer lugar, es necesario saber por qué hay cada vez menos bosques y más desiertos.
La culpa fue de la hamburguesa
La expansión agroganadera sigue siendo la principal culpable de la tala y fragmentación del bosque, responsable a su vez de una acelerada pérdida de biodiversidad forestal. La extensión de tierras dedicadas a pastos para las vacas no para de crecer, pero aún lo hace más rápido la de cultivos de soja y maíz que dan de comer por todo el mundo a las vacas, cerdos, ovejas, pollos, conejos y hasta peces de acuicultura que nos comemos. De hecho, en el planeta ya hay 30 veces más biomasa de ganado que de mamíferos salvajes, según confirma un reciente estudio científico.

Pero no solo se destrozan las selvas para calmar la creciente hambre planetaria de carne, alentada por el imparable avance cultural de la sociedad de la hamburguesa y los nuggets de pollo. También acabamos masivamente con los bosques para producir aceite de palma, cacao, café, caucho, carbón vegetal o biodiesel. Las cuentas no fallan: a mayor consumo menos árboles.
Los árboles no siempre hacen bosque
En estos momentos existen en el planeta más de 4.000 millones de hectáreas de bosques, un tercio de toda la superficie terrestre. Puede parecer muchísimo, pero los humanos apenas tocamos a media hectárea por persona. Y no todos los árboles hacen un bosque. El árbol no hace el ecosistema, es solo una pieza más de una compleja comunidad biológica que incluye decenas (e incluso centenas) de especies de arbustos y otros vegetales más humildes, además de hongos, líquenes y muchos otros seres vivos, la mayoría de ellos microscópicos.

Tampoco valen todos los árboles. Cada ecosistema tiene los suyos. Pero azuzados por nuestras prisas productivas, las repoblaciones suelen hacerse con especies de crecimiento rápido que nada tienen que ver con los bosques naturales.
Queremos bosques y los queremos ya. No estamos dispuestos a esperar un siglo ni mucho menos 500 años para disfrutar de su sombra. Y no lo hacemos. De hecho, cerca de la mitad de las especies de árboles utilizados en las repoblaciones son especies introducidas como eucaliptos, acacias o pinos. Son plantaciones tan artificiosas como un campo de maíz, solo que producen madera en lugar de corn flakes.
Espejismo verde en el desierto
Para luchar contra la deforestación, pero también contra el cambio climático, cada vez surgen más proyectos de reforestación en el mundo. El reto es gigantesco, pues nuestra capacidad de plantar árboles es infinitamente inferior a la que tenemos de cortarlos. No hay más que echar un vistazo a las estadísticas. Frente a los 4.000 millones de hectáreas arboladas del planeta, las plantaciones apenas abarcan 131 millones de hectáreas, el 3 % de toda la superficie forestal mundial.
Quizá porque lo de salvar las selvas parece una empresa imposible, muchas instituciones y ONG se han lanzado a algo que aún parece más difícil, convertir el desierto en un bosque.

El proyecto más gigantesco y ambicioso es la conocida como Gran Muralla Verde, un gran muro de árboles que detenga el acelerado avance del desierto del Sáhara. Sus proporciones son colosales: 11 países africanos, 8.000 kilómetros de longitud y 15 kilómetros de anchura. Con un presupuesto de 8.000 millones de dólares, pretende restaurar 100 millones de hectáreas de tierras degradadas antes de 2030, lo que crearía 350.000 empleos rurales y absorbería 250 millones de toneladas de CO2 de la atmósfera. Pero 15 años después de su puesta en marcha solo ha cubierto el 4% del área prevista, e incluso hay muchas dudas de que muchos de esos millones de nuevos árboles sigan vivos. Todo apunta a un gigantesco espejismo.
La Gran Muralla Verde
Según Pierre Ozer, doctor en geografía de la Universidad de Lieja, detener el avance del desierto “es un concepto ideológico que no tiene sentido”, una visión política que no tendrá futuro pues no es posible parar el Sáhara con árboles. Porque el desierto no avanza kilómetro a kilómetro, como si fuera una homogénea línea de arena. Y las personas que viven en estas áreas del Sahel, cuya población no para de aumentar, pertenecen a culturas pastoriles que dependen demasiado de la leña y los pastos como para que puedan respetar esas nuevas plantaciones artificiales.

Antes de cambiar el paisaje natural sería necesario modificar el paisaje socioeconómico de tan gigantesca y deprimida región, algo a todas luces aún más complejo que plantar árboles en el desierto.
Frente a ello, muchos expertos se muestran más partidarios de proteger lo que ya existe, dejar de talar árboles en valles y oasis, reducir la presión ganadera y adaptar las comunidades a los cambios causados por el cambio climático. Una opción sin duda más realista, pero políticamente menos efectiva.
Tampoco parece haber tenido demasiado éxito la Gran Muralla Verde de China, un proyecto nacido en 1978 y que antes de 2074 pretende crear un bosque de 4.500 kilómetros de largo por cien kilómetros de ancho que igualmente detenga el avance de las arenas del desierto de Gobi.
Pero se siguen plantando árboles en el desierto
Un caso de singular éxito es el de la Meseta de Loess, una reseca región de China con casi dos veces el tamaño de Alemania que ha logrado transformar el desierto en un vergel. Pero no lo ha logrado plantando árboles. O no solo ha plantado árboles. La realidad es mucho más compleja. Ha desarrollado un exitoso, largo en el tiempo y complejo proyecto de regeneración de suelos que al mismo tiempo ha permitido fijar población y poner fin al éxodo rural.
El secreto consistió en restaurar el equilibrio natural. Levantaron bancales en las colinas para retener el suelo fértil, plantaron árboles, mejoraron las técnicas de cultivo y redujeron la presión ganadera. Como informa la plataforma Hope en uno de sus vídeos, en 25 años el territorio ha reverdecido, y tanto las personas como la naturaleza en general se han beneficiado con la mejora. Aunque si el internauta curioso navega por esa región podrá comprobar que las tierras desnudas siguen siendo allí mayoritarias y las mejoras son todavía muy locales.

En esta misma línea de actuación holística, el ingeniero holandés Ties Van De Hoeven está empeñado en reverdecer el desierto del Sinaí gracias al apoyo del gobierno egipcio. Pero tampoco solo se trata de plantar árboles. Apuesta por promover en esta árida zona una agricultura regenerativa que permita recuperar la fertilidad perdida de los suelos para que vuelvan las lluvias, el verde y también los árboles. Porque no pretende crear un bosque, aspira a poner en marcha una gran despensa vegetariana.
¿Menos da una piedra?
Siempre será mejor plantar un árbol en el desierto que nada, pensará más de uno. Y tiene razón, siempre que ese árbol no se seque, que es lo más probable que suceda. O el joven plantón se lo coma una cabra.
También es importante que la zona elegida para tan loable plantación sea un reciente bosque perdido, no un ecosistema desértico que lleva miles de años igual de árido y donde, a su manera, esos pequeños arbustos espinosos son un valioso bosque natural disperso de gran riqueza ecológica.

Porque en los desiertos también hay vida. Y una plantación de eucaliptos no tiene por qué ser mejor que una desperdigada extensión de acacias autóctonas.
Poco sentido tienen por tanto proyectos de reforestación tan publicitados como la plantación de árboles por pilotos de la Desert X Prix en el desierto de Arabia Saudí, muy cerca de la recién fundada megaciudad de Neom. Con regaderas entre dunas, refuerzan así un macro proyecto que pretende plantar 100 millones de árboles autóctonos y al mismo recuperar los herbívoros salvajes que se los comen, lo que obligará a instalar gigantescos cercados. La foto es potente, pero los resultados son más que discutibles.
Cómo plantar árboles en el desierto
A la hora de plantar árboles en el desierto (o en terrenos degradados) es necesario tener en cuenta cinco reglas de oro:
- Planta árboles locales, especies autóctonas propias del lugar y no decorativas o propias de jardines. Antes de elegir el árbol, consulta a un experto cuál es la especie más apropiada.
- Evita que se sequen. Hay que cuidarlos durante muchos años, aportando riegos periódicos, pero no necesariamente instalando complejos sistemas de regadío pues es importante garantizar la supervivencia de esas plantas cuando nosotros nos hayamos ido a criar malvas.

- Evita que se los coman. Los primeros años tienen que contar con sistemas de protección que impidan el acceso a herbívoros como conejos, ciervos u ovejas.
- Rellena huecos. A pesar de nuestros cuidados, lo normal es que una parte de los árboles plantados no prospere. Por eso hay que seguir plantando. Se llama “reposición de marras” y es fundamental para lograr una mínima cobertura arbórea en el futuro.
- Ten paciencia. No te preocupe que tarden mucho en crecer; la sombra será para tus nietos, nunca para ti.