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Crítica al consumismo con esculturas de restos industriales

Ya en 1958, este artista suizo, utilizó restos industriales para criticar el consumismo. Hoy, nos acercamos a su imponente obra.

Terminamos este tórrido y tontorrón verano con el ciclo de ‘Artistas en Verde’ dedicado a tres clásicos. Tras las locas esculturas del británico Tony Cragg y las asombrosas criaturas playeras del holandés Theo Jansen, en septiembre nos detenemos en el pintor y escultor suizo Jean Tinguely (1925-1991), un auténtico pionero en realizar esculturas cinéticas (con movimiento) a partir de desechos industriales. Y además, para criticar el consumismo de la hiper-industrialización. Muy de la vanguardia del dadaísmo (cuánto le debemos a las vanguardias de la primera mitad del siglo XX; seguimos bebiendo de ellas). Y, por supuesto, muy ecovalor.

Tal como destacan todas las reseñas sobre él, este artista, siguiendo la tradición del movimiento Dada, criticó y satirizó con sus Méta-matics (sí, lo del meta del metaverso tiene sus antepasados) “la sobreproducción sin sentido de bienes materiales en la sociedad industrial avanzada”. O sea, el consumismo. Y estamos hablando de más de medio siglo atrás, ya que sus primeras esculturas con movimiento datan de los años 1958 y 1959. El propio artista ha declarado en entrevistas y documentales: “Esta es una visión de nuestra sociedad industrial, asfixiada por la abundancia”. Y ya en 1972 explicaba: “Esta obra, creada en 1961, se llama El ballet de los pobres. Es quizás una respuesta a nuestra sociedad de consumo. Nos sobra de todo, dinero, objetos, compramos demasiadas cosas. Este meneo histérico de objetos es una parodia del consumo. Los bienes acumulados se vuelven ridiculeces. Pretendía reírme de todo ello”.

Deconstruir y construir

Hemos de reconocer la originalidad del trabajo de Tinguely: se apoderaba de las máquinas, les robaba su carácter de esclavas diseñadas por los seres humanos para dotarlas de una nueva alma, deconstruir y construir –su gran obsesión–, una nueva concepción del reciclaje (¡ya entonces!). Deshacer para re-hacer, no solo lo físico, sino también el concepto, el contenido. Y, a través de esas máquinas –unas veces encantadoras, otras monstruosas–, en un bucle magistral (o meta-magistral), criticar la deshumanización que conlleva la ultra-industrialización.

Con materiales industriales, piezas mecánicas y objetos obtenidos en chatarrerías, transformaba el mundo de las máquinas en un gran teatro del absurdo, un teatro dadaísta, para transmitirnos otro tipo de energías e incluso angustia existencial. Podemos decir, en pocas palabras, que liberaba a las máquinas de su estatus de esclavas para convertirlas en seres revolucionarios. ¡Habría que oír ahora a Tinguely lo que diría de los robots desde su actitud dadaísta!

Hoy día, en estos tiempos de acelerada revolución tecnológica y digital, al contemplar los artefactos de Tinguely, nos producen hasta cierta nostalgia, melancolía; los vemos más humanos, incluso podríamos decir que más frágilmente humanos y nos remiten a una industrialización que avanzaba al galope, pero aún no había llegado a los niveles de vértigo y despersonalización de hoy día. Como ha dicho algún crítico de arte sobre él, “su espectáculo [porque Tinguely era muy performer a la hora de planear sus exposiciones], conducía la eficacia de estas piezas al absurdo, sin dejar, paradójicamente, de rendir homenaje al universo de lo mecánico”.

Por ejemplo, la obra cinética Narva, creada en el apogeo de su carrera, es un ensamblaje de los materiales de la vida moderna que nos divierte con sus imposibles complicaciones, como un reloj gigante totalmente descontrolado. Otra manera de acercarse al caos de la vida. En 1959, su primer triunfo público tuvo lugar en la Bienal de París, con máquinas que confeccionaban a toda velocidad pinturas de producción masiva. Otra manera suya de desacralizar el arte.

Ya desde pequeño, desde los años 30, Tinguely experimentaba con esculturas mecánicas, colgando objetos desde el techo y usando motores para hacerles rotar. Tras la escuela, hizo cursos de escaparatismo y en 1941 entró a estudiar en la escuela de Arte y Artesanía de Basilea, donde experimentó la influencia de numerosos movimientos artísticos vanguardistas que inspiraron sus primeras esculturas, desde la Bauhaus al Futurismo y el Dadaísmo; especialmente este último, el dadaísmo, es el que le marcó. Hay que decir que el dadaísmo, nacido en Zúrich en 1916, se caracterizaba por el uso de objetos encontrados para crear obras que minimizaban la distinción entre el arte y la vida. El dadaísmo celebra el caos, o al menos revela el caos oculto tras la superficie de la civilización.

La autodestrucción

En 1953, Tinguely emigró a París, ciudad donde se cocía todo lo interesante en arte en aquella época, y allí comenzó a dar forma a sus auténticas esculturas cinéticas, con alambres y planchas metálicas, las meta-mecánicas.

A mediados de los 60, produjo sus primeras obras monumentales para ser situadas en espacios públicos urbanos. Tinguely estaba obsesionado con el concepto de construcción y de-construcción. En 1960, se le pidió que creara una obra para el Jardín de Esculturas del MoMA. Confeccionada con ruedas y pedazos de chatarra, Tinguely construyó Homenaje a Nueva York para que se autodestruyera. La máquina actuó frente a un grupo de invitados especiales durante 27 minutos. Una vez que se autodestruyó parcialmente, los invitados buscaron entre los restos de la escultura; algunos de ellos se llevaron partes a casa. Algunos medios sugirieron que la autodestrucción de la escultura era un símbolo de la propia Nueva York y su capacidad para regenerarse continuamente.

Fue todo un personaje de la escena artística parisina; gran admirador de Marcel Duchamp –y su concepción del arte– y gran amigo de Yves Klein.

Tinguely poseía el don de llamar la atención y se manifestaba a menudo en la provocación y la burla durante los actos públicos.

En los años setenta, Tinguely construyó sólidas máquinas de proporciones enormes, como Eureka, formada por ocho metros de barras, ruedas, pistones, vigas y cinco círculos provistos de motores individuales, sobre una gran base de hierro. Frente a cierta calma de sus Fuentes y sus Méta-matics, sus obras más avanzadas ruedan, patalean, se elevan, se tensan… y sus pesadas extremidades repiten los mismos movimientos una y otra vez, sumiendo a piñones y ruedas a un continuo vaivén esforzado. Eran juguetonas construcciones cinéticas, que combinaban aspectos derivados de la maquinaria con lo que podemos denominar “objetos encontrados” y que ha sido también material de inspiración y creación para artistas como herman de vries y Schlosser.

Hacia una jungla tétrica con desechos de la civilización

A finales de los 70, su trabajo tomó un nuevo rumbo, con una gran carga de crítica social. Es entonces cuando sus caprichosas máquinas escupen con fuerza sobre la sobreproducción y el sobreconsumo. Sus propios movimientos en tensión significaban el cambio continuo, la incertidumbre, la inestabilidad.

En las estructuras de la década de los 80, Tinguely incorporó huesos de animales y se volvió más oscuro e incluso macabro. En los últimos años de su trayectoria, creó piezas que imitaban altares, levantados con montones de desechos de la civilización contemporánea que forman una jungla tétrica de piezas mecánicas y artilugios dispares como bombillas: restos de naufragios varios, ensamblajes de restos de civilización, escenarios apocalípticos.

A su muerte, el crítico de arte de El País, el siempre acertado Francisco Calvo Serraller, escribió en el suplemento cultural Babelia: “Hijo único de un industrial del chocolate, Jean Tinguely, fallecido el viernes en Berna a los 66 años, pareció como predestinado para subvertir precisamente los fundamentos emblemáticos del próspero orden razonable de la comunidad helvética, cuyas bases económicas han sido, siguiendo el orden sectorial tópico: una riqueza agrícola basada en los derivados lácteos; otra, industrial, en las máquinas de precisión, y, por último, una tercera, financiera, en la prosperidad bancaria; en una palabra: el chocolate, la relojería y el ahorro. Sólo un nativo del lugar podía ser capaz de organizar un completo lío con estas virtudes públicas en las que se resumía la ciudad ideal de la moral burguesa, porque, para lograrlo, más que bombas, había que saber mezclarlas unas con otras, alterando, a su vez, la función de cada una: del dulce, la funcionalidad; de la máquina, el placer, y del ahorro, la especulación”.

Un hedonista de las máquinas sin objeto

Y añadía Calvo Serraller: “De esta manera, hedonista de las máquinas sin objeto y derrochador de energías festivas, como un nuevo Pantagruel de la vanguardia, Tinguely no sólo pudo con la seriedad compacta de sus compatriotas, sino con todo ese espíritu de domesticación productiva que ha convertido al hombre contemporáneo occidental de la civilización industrial en un disciplinado y unidimensional ser que trabaja para consumir. Pero no lo hizo de cualquier manera, sino de la forma más precisa y eficaz: desde el interior de esas máquinas que se habían convertido en las catedrales del mundo contemporáneo”.

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