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Hielo de glaciar para cubatas, fiestas en cráteres y otras «locuras» contra el medio ambiente

La demanda de experiencias únicas ha popularizado prácticas que, aunque pudieran parecer inofensiva, tienen un impacto medioambiental devastador.

Viajamos tanto, tan rápido, tan a ciegas, que lo queremos hacer todo, pero al final solo hacemos lo que hacen todos. Hemos perdido el norte, el colmo de los colmos para un viajero. Los anglosajones han bautizado este disparate social como FOMO, siglas en inglés de Fear Of Missing Out, miedo a perderse algo. Es esa brutal presión en redes sociales que nos recomiendan hasta el hartazgo el sitio desconocido, la foto perfecta, la mejor puesta de sol, la extravagancia imperdible que obligatoriamente tienes que hacer para no ser objeto de escarnio a tu regreso: ¿Estuviste en X y no viste/hiciste X? Buscar dinero oculto en la arena, hacer corazones en dunas fósiles, dormir en el fondo de un volcán, comer especies protegidas, subir en helicóptero una montaña para tirarte luego en bicicleta, atravesar ríos en buggies, hacer puénting, rafting, canyoning, tirolinas, vías ferratas, volar, bucear, correr, saltar,…

Por culpa de esta tendencia FOMO las ciudades históricas, los espacios naturales, los pueblos bonitos, están muriendo de éxito turista. Mientras los territorios se empeñan en una loca competición por atraerse cada vez a más mirones curiosos de las diferencias, vengan como vengan y hagan lo que hagan, este nuevo disfrute efímero arrasa los espacios, se lleva por delante culturas, banaliza los paisajes. Y lo que es aún peor, verlo y hacerlo todo ni es posible ni da la felicidad.

Experiencias únicas que hace todo el mundo

En un mundo cada vez más globalizado, la demanda de experiencias únicas ha llevado a la popularización de prácticas que, aunque parecen inofensivas en su apariencia individual, tienen un impacto colectivo devastador. Uno de los ejemplos más notorios es el uso de hielo de glaciar para enfriar bebidas en bares y clubes nocturnos de todo el mundo. Imágenes de turistas disfrutando de sus cócteles con hielo extraído directamente de glaciares se han vuelto virales en las redes sociales, pero detrás de esta aparente extravagancia se esconde una realidad alarmante. ¿Alguien ha echado cuentas del coste ambiental de transportar ese trozo de agua congelada desde el otro extremo del planeta a tu cubata?

Un estudio reciente llevado a cabo por científicos del Instituto de Investigación del Ártico y Antártico (IARAA) reveló que la demanda de hielo de glaciar ha aumentado en un 300% en los últimos cinco años, coincidiendo con el auge del turismo de lujo y la obsesión por lo exclusivo.

Pero el uso irresponsable de recursos naturales no se limita al hielo de glaciar. En algunos lugares remotos del mundo se han popularizado eventos tan frikis como organizar multitudinarias fiestas ilegales en cráteres volcánicos o incluso sobre glaciares mismos. Estos disparates, aunque puedan parecer emocionantes, representan una amenaza directa para los ecosistemas y la seguridad de quienes participan en ellas.

Un ejemplo reciente es la polémica generada por una fiesta celebrada en el cráter del volcán Pacaya, en Guatemala. Más cercano a nosotros, la última gran estupidez organizada a mayor gloria de nuestros egos fue montar a comienzos de enero una fiesta ‘rave’ en el cráter de uno de los volcanes más bellos del mundo, Calderón Hondo, en la isla de Fuerteventura. Por supuesto, nadie pidió autorización, entre otras razones, porque no se la iban a dar. Decenas de personas pegando saltos para celebrar la puesta de sol, entre ellas una dj alemana que desde su mesa de mezclas pinchó a todo trapo música electrónica gracias al súper equipo acarreado a lomos de voluntarios a lo alto de la montaña. Por supuesto, policía y agentes de Medio Ambiente no se enteraron de la fiesta hasta que horas después comenzaron a circular por las redes sociales cientos de vídeos y fotografías. Porque una cosa es que fuera ilegal y otra que no lo fueran a contar.

Apenas un mes después, en la isla de enfrente, en Gran Canaria, un reto viral lanzado en las redes por dos influencers, consistente en la búsqueda frenética de un maletín con 1.000 euros enterrado en las dunas de Maspalomas, se convirtió en un acto de destrucción masiva de este espacio protegido. Decenas de personas haciendo agujeros en la arena, ajenos a la importancia natural del lugar. Y por supuesto contándolo en las redes.

Volviendo a Fuerteventura, sus lugares más emblemáticos, más raros e inaccesibles, están muriendo de éxito imbécil. Rocas con fósiles de hace 5 millones de años con forma de cocodrilo de las que la gente se cuelga, arriesgando su vida y la integridad del yacimiento. “Si no cometemos locuras, la vida sería muy aburrida”, explica una de estas personas inconscientes en su publicación en Instagram.

Mi reino efímero por una foto

El aumento del turismo de aventura y la búsqueda de experiencias extremas ha llevado a que lugares naturales, que antes eran refugios de tranquilidad y biodiversidad, se conviertan en escenarios de fiestas descontroladas y actividades de alto impacto a mayor gloria de nuestros efímeros egos. La falta de regulación y cada vez más escasa educación, no digamos ya conciencia ambiental, permite que estas prácticas continúen proliferando sin tener en cuenta sus consecuencias a largo plazo. Entre otras razones, porque el turista rara vez repite destino. Lo intenta ver y hacer todo en una semana, para así luego poder ir a otro sitio lejano para hacer exactamente lo mismo, verlo todo a toda velocidad.

Además del impacto directo en los ecosistemas, estas «locuras» contra el medio ambiente también tienen un impacto social y económico significativo. Las comunidades locales que dependen del turismo sostenible se ven afectadas por la degradación de sus entornos naturales y la pérdida de biodiversidad. A largo plazo, esto puede crear un círculo vicioso de deterioro ambiental y empobrecimiento del lugar debido a la pérdida de interés turístico por unos lugares que “ya no son como antes”, los hemos destrozado.

¿Quién le pone el cascabel al turista?

Frente a esta realidad preocupante, es urgente tomar medidas para frenar las prácticas irresponsables y promover un turismo más consciente y sostenible. Pero no se hace. ¿Quién le pone el cascabel al turista descontrolado? El campo no tiene puertas, resulta imposible que detrás de cada turista haya un policía impidiendo que hagamos tonterías.

Tampoco parece lógico que las administraciones sigan promocionando espacios naturales donde no existen las mínimas medidas de control ni una limitación de visitas. En lugar de vender esos sitios tan especiales por todo el mundo como ganchos para atraerse millones de turistas todos los años deberían vender su delicada fragilidad, hacer hincapié en el respeto, establecer regulaciones más estrictas y campañas de concientización que informen a los visitantes sobre el impacto de sus acciones en el medio ambiente, explicando lo que se puede hacer, pero especialmente lo que bajo ningún concepto se puede hacer, con datos, en positivo, pero con contundencia.

Y al que se salte las normas por una foto, por una experiencia egoísta, multa salvaje. Ya verás como a él y a sus seguidores en redes se les quitan las ganas de volver a hacer el mono, colgarse de riscos, montar fiestas en un volcán.

En última instancia, la lucha contra estas «locuras» contra el medio ambiente no solo depende de las acciones de los gobiernos sino de nosotros. Cada decisión que tomamos como consumidores y viajeros tiene un impacto directo en el mundo que habitamos. Es nuestra responsabilidad asegurarnos de que ese viaje sea inolvidable, pero sobre todo que tenga un impacto positivo y sostenible.

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